Dijiste que no, para conquistar a la muerte.
Pero para esos tiempos, vos ya no eras el mismo: algo en tu voz, algo en tus ojos; en tu forma de hablar, me decía que habías cambiado.
Y es que dentro de un automóvil el tiempo pasa muy diferente, ya lo sé; pero así también el tiempo transcurre diferente entre vos y yo, en estos cuerpos distintos; y sin embargo estamos aquí, en esta misma habitación, derrumbando las paredes construídas de sílabas salvajes; aquí, a años luz de distancia, pudiendo sentir el tiempo del otro que se derrite y recorre el suelo con esa desnudez de las almas que no conocen la vida, hacia uno, ese tiempo que se escurre entre las rodillas y va subiendo hasta una cabeza virgen, de piel y hueso, esperando llegar hasta el fondo, bien hasta el fondo y crack.
Cuando dejaste de venir, creía saberme en esa excelencia soberbia del conocimiento previo, la anticipación, la duda.
No sabía nada.

Sólo supe siempre eso que olvidé el día que llegaste a tu destino.
(el de todos).
Y entonces, esa dicha elemental que se espera toda la vida, ese conocimiento de la verdad, de lo real, de lo tangible, dibujó una palabra en todo mi cuerpo blanco, que vació su contenido por el tubo de la muerte, la escalera hacia el Hades de tu piel y por sobre todo, ah, el escondite de esa sal que se evapora de los labios en los días de llanto.
Creíste ser una lanza atravesándose a sí misma; también lo creí yo.
Crack.
Pero también tu muerte cayó de tu cuerpo, tanto antes, sabiéndolo; también rozó la tierra y cubrió los mares con su delicada capa tejida de vida (al fin y al cabo, sólo de eso se trata) acariciando a los peces; también, sin pudor, atravesó mi cuerpo en frío un atardecer de invierno, y en ese segundo el tiempo dejó de existir, y el sabor de creerse en vida se volvió transparente.

Quizás, ahora pienso, lo real no sea lo que veo, si no el ojo que lo ve.